La cuestión de las relaciones entre lo religioso y lo político ha marcado profundamente la historia de los pueblos europeos. Para bien y para mal, las estructuras políticas de la religión interactúan, a menudo de incógnito, con las estructuras religiosas de la política, produciéndose una especie de trasvase de los términos y significaciones políticos a la religión y de las concreciones religiosas a la política.
Los sistemas religiosos, que siempre son concreciones limitadas y culturalmente determinadas de lo religioso, nunca se dan por satisfechos con la dirección de la «vida espiritual» de sus fieles, sino que también anhelan dominar la vida pública mediante, por ejemplo, legislaciones y normativas acordes con sus intereses particulares y grupales. Y, por su parte, lo político, siempre actualizado por mediación de políticas concretas, nunca se da por satisfecho con la simple administración de la «cosa pública», sino que, de una manera u otra, siempre quiere incidir e influir «religiosamente» sobre el foro íntimo de la conciencia de los individuos para administrarla y dominarla.
No se trata, por consiguiente, de una simple presencia de lo teológico-político en forma de mera yuxtaposición de lo teológico, por un lado, y de lo político, por el otro, sino de la coimplicación de ambos.