Entre octubre de 1849, cuando apenas contaba veintiocho años, Gustave Flaubert (1821-1880), para quien Oriente era ya un mito, la fuente de todos los sueños, plagado de pirámides, camellos, odaliscas y ruinas, inició el viaje de sus sueños: durante dos años, y acompañado de su amigo el escritor, viajero y fotógrafo Maxime Du Camp, Flaubert tuvo la oportunidad de conocer directamente todo aquello con lo que había soñado desde su infancia, en un particular Grand Tour que le llevó a Egipto, incluyendo una travesía por el Nilo, a Tierra Santa, Constantinopla, la Grecia clásica y finalmente a Italia, en un periplo que duró dos años, hasta junio de 1851. Fue un viaje extraordinario –no sólo porque se realizó justo en el momento en el que se estaba extinguiendo el viaje romántico –que daría paso al turismo masivo, con todos sus inconvenientes–, sino porque fue el que produjo las primeras imágenes fotográficas que se tomaron de los principales restos arqueológicos de Egipto –visitados apenas unos años antes por Vivant Denon, el padre de la egiptomanía y responsable de la Colección egipcia del Museo del Louvre– gracias al intrépido Du Camp. Los dos amigos, protagonistas de esta historia, vieron cómo su vida quedaba marcada para siempre por su experiencia en Oriente. A lo largo del viaje, Flaubert mantuvo una actividad literaria constante, plasmada tanto en su numerosa correspondencia –que mantuvo con su madre, su hermano Achille, su tío Parain, el doctor Jules Cloquet o su amigo Louis Bouilhet–, como en sus notas de viaje, en numerosos cuadernos –la fuente más inmediata de sus aventuras e impresiones–, que revisadas y modificadas literariamente conformarían más tarde su Viaje a Oriente, publicado póstumamente.